Oier danza Foto: @abre y mira, Bilbao, 2014

Oier danza
Foto: @abre y mira, Bilbao, 2014

 

En un atardecer soberbio, de luz susurrante y sonidos de bosque luminosos, Oier danza. Todos sus sentidos están sumergidos en la canción de la tierra, que tantos compositores se han esforzado en transcribir: una tarea titánica, porque compuesta de hecho está, y sólo se trata de descifrarla. Cada brizna de hierba, cada árbol, cada insecto y cada nube la componen, y siempre está en lenta y permanente evolución. El cielo tiene un tempo, el crecimiento del roble otro distinto, y la vida de una mosca es de una inmisericorde cortedad, si se compara con la nuestra; y la nuestra no es nada, si se compara con la de esa encina; y detrás, un pequeño bosque de eucaliptos, y otro muy cerca de robles, que han visto sucederse generaciones en los caseríos del entorno.

Los bosques parecen esos en los que residen los dioses milenarios de las películas de Miyazaki; para Oier, ahí viven Totoro y otros genios del bosque, y es crédulo (o al menos lo parece) cuando le decimos que los duendes y gnomos han escuchado nuestras voces hace tiempo y ya se han escondido. Le queda poco para disociar imaginación, sueño y realidad, y ojalá no lo haga jamás del todo.

Por eso Oier salta y compone una danza todavía despreocupado, dialogando en triángulo con su propia inmadurez tan pasajera, su sagacidad y curiosidad tan prometedoras y la serenidad incontestable del atardecer. Su despreocupación no es indolencia: es sólo que él marca instintivamente el compás adecuado para integrarse en los ritmos complejos que le rodean.

Todo es coreografía. Todas son voces. Mientras la música y las artes busquen descifrar tantas riquezas seguirán siendo inagotables.