Publicado en Mundoclasico el 16 de marzo de 2017
Bilbao, jueves 2 de marzo de 2017. Festival Musika-Música, Euskalduna Jauregia. María José Montiel, mezzosoprano. María Espada, soprano. Sociedad Coral de Bilbao. Orquesta Sinfónica de Bilbao. Yaron Traub, director. Gustav Mahler: Sinfonía nº 2 en do menor “Resurrección”. Aforo: 2.164. Ocupación: 90%
Que la Resurrección iba a seguir derroteros solemnes y de fuerte intensidad emocional quedó claro ya en los primeros compases del primer movimiento del concierto inaugural de Musika-Música, una cita anual plenamente consolidada en Bilbao que este año se centraba en Bohemia, y que una vez más ha convertido el enorme auditorio y otras salas del Euskalduna en una caldera rebosante de un público entusiasta y jubiloso, en buena parte ajeno a la vida musical de la ciudad el resto del año. Ese ambiente especial del festival no tiene nada que ver con el éxito artístico que se alcanzó en el concierto, un éxito elaborado (y sopesado) desde el rigor y sustentado en tres pilares de cuatro: una orquesta en gran momento, una Sociedad Coral reverdecida y un maestro, Yaron Traub, felizmente lejos del escuchado en su último encuentro con Mahler al frente de la BOS, en una Titán relativamente reciente. El cuarto pilar, el fallido, lo formaron María José Montiel y María Espada, ambas desafortunadas aunque en distinta medida: Espada puso todo de su parte, pero sin nada para aportar, y Montiel estuvo inhibida y muy al margen de lo que cantaba, náufraga en todo momento en el Urlicht. Montiel fue el lunar, Espada el rubor, pero todo el resto fue una piel luminosa, muy cálida y amable.
La Coral de Bilbao atraviesa un momento apasionante, en la encrucijada entre una gestión renovadora y esa dinámica angostada que aqueja a tantos coros, necesitados de recobrar aliento e impulso. Peinaba canas la Coral en el escenario, pero reclamó orgullosamente el poder de esa veteranía. Buena conocedora de la obra, sumergida en el clima de un acontecimiento tan especial como la inauguración del festival, la Coral miraba en plano de igualdad a cualquiera de los coros a los que he escuchado cantar esta obra en los últimos años, algunos de ellos muy buenos coros, y desde luego estuvo por encima de su última presencia con esta obra y esta orquesta. El único debe en el rendimiento de la Coral, y decirlo es un elogio, fue la falta de una pizca más de fuerza en los varones, pero la entrega fue plena y el rendimiento realmente muy alto.
La Sinfónica de Bilbao comenzó con fuerza y tensión y ahí se sostuvo durante toda la sinfonía. Sonaban muy bien las cuerdas, de nuevo con los chelos muy mejorados respecto a temporadas anteriores y al parecer consolidándose; las maderas estaban como siempre, cumbres; los metales, tan exigidos por la obra, dieron una exhibición de poder y musicalidad, con las trompas sólidas y afortunadas; y la percusión obró con el necesario oficio, sobresaliendo una timbalista fantástica, que cierra el ya viejo déficit que la orquesta tenía en esa plaza: qué gran trabajo de la solista.
Yaron Traub ofreció una versión directa y enardecida, pero sin excederse en ningún momento. El primer movimiento fue trágico y desolado, con mucho músculo; conceptualmente inapelable, dibujando una muerte que se impone más allá de matices o voluntades, innegociable: un trago, vaya, que sumió al auditorio en uno de esos trances en los que se es consciente de estar respirando sólo cuando finaliza el movimiento. Ese tono y esa exigencia recorrieron toda la sinfonía. El Andante fue una delicia, equilibrado y rico en matices, con la orquesta respondiendo con veteranía y clase. El tercer movimiento fue uno esos Scherzi mahlerianos endiablados, que encierran todo el poder y expresan todas las dudas y contradicciones y afirmaciones del compositor, y Traub se paseó por él como por el jardín de su casa, enseñoreado y consciente de estar cuajando una buena interpretación. Del Urlicht puede decirse que pasó en blanco, dada la inasistencia de la mezzo, y el quinto movimiento reunió todos los valores que ya habían quedado expuestos junto a los aportados por una Coral orgullosa y entregada, contexto en el cual ni siquiera resultó lesiva la falta de aporte de las solistas. El caldero había estado en ebullición, siempre en volúmenes altos y siempre en una línea coherente, con Traub deseoso de satisfacer y pensando en el público pero sin guiños ni concesiones y sin alharacas. Áspera, coherente de principio a fin y hecha sin asomo de especulación o reserva, la Resurrección de Traub supuso tanto un pórtico perfecto para el festival como una versión redonda y subyugante en su estilo, ello escrupulosamente al margen del contexto especial de su interpretación.