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Publicado en Mundoclasico el 14 de marzo de 2018

 

Bilbao, miércoles, 21 de febrero de 2018. Euskalduna Jauregia. Britten: Sinfonía da Requiem. Prokofiev: Concierto para violín número 1. Shostakovich: Sinfonía número 5. Franz Peter Zimmermann, violín. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Director: Robert Treviño. Aforo: 2.164. Ocupación: 90%.

En su primera visita a la Sinfónica de Euskadi, Robert Treviño se reveló como un director invitado deslumbrante. Todavía se recuerda su magnífica lectura de la Séptima de Bruckner, hará unos dos años por estas fechas. Poco después se anunció su responsabilidad como director titular de esta formación vasca, y su adaptación y rendimiento en esa responsabilidad eran una incógnita, dado que no son pocos los buenos maestros invitados que son discretos titulares. No es el caso: Treviño está llevando a la Sinfónica de Euskadi a unas cotas muy altas de calidad y su nombramiento es un caso de éxito que hay que esperar se extienda por unas cuantas temporadas.

Treviño planteó la Sinfonía número 5 de Shostakovich como un trabajo a varias bandas, como una exploración en cordada. Trabajaba él, esforzado y seguro, todo un Hans Bjelke; trabajaba su orquesta y también trabajaba el público, porque Treviño tiende a proponer la música como una experiencia activa, militante, entregada, como un recorrido en el que cada resquicio es cuestionado, iluminado y superado, sin dudas sobre rumbos, sin titubeos, con una personalidad imponente sobre el podio y mucha inteligencia al plantear sus trabajos. Esto fue palpable especialmente en el Moderato, primer movimiento, en el que durante unos instantes, sólo unos instantes, pareció que Treviño alteraba los tiempos habituales en esta obra ad libitum. No era así, sino que proponía un recorrido distinto, un abordaje que entroncaba la Número 5 no con los despachos oscuros del Kremlin y los dimes y diretes de las coyunturas en las que Shostakovich ora tragaba agua, ora tomaba oxígeno, sino con la gran música sinfónica centroeuropea. En el Moderato estaba Mahler, tanto como en en el Allegretto, estaba la gran tradición vienesa, estaba un concepto de Shostakovich profundo y visceral, pero alejado de cualquier sombra de pueril o alineado manifiesto.

Este poder de Treviño arrastraba los atriles a voluntad, ¡qué bien sonaba la orquesta!, y todo se desenvolvía con seguridad y en un plano de elogiables coherencia y sutileza. En el cuarto movimiento había firmeza, pero no volúmenes apabullantes ni apoteosis discursivas, y el Largo manifestó la clase de las cuerdas de la OSE, quizás todavía su sección de bandera -aunque toda la orquesta se está igualando-. Era patente una de las principales características de Treviño: más allá de su seguridad, inteligencia y técnica, Treviño conoce el sonido y sabe someterlo para extraer unas dinámicas y unos rangos exquisitos. En ese sentido, la Número 5 se le ajusta maravillosamente para mostrar sus grandes facultades y, en sentido figurado, la sinfonía parece abrir sus claves ante el avance del maestro, como si fuera un diálogo consciente entre dos voluntades. Y nosotros, los aficionados, asistiendo a ese senciilo y siempre iniciático ritual en el que la obra parecía decir: aquí tienen. Nada más y nada menos.

Antes, en la primera parte de un programa exigente y largo, muy largo, se habían interpretado la Sinfonía da Requiem de Britten y el Número 1 de Prokofiev con Franz Peter Zimmermann, que estuvieron respectivamente bien y muy bien, pero sin el grado superlativo alcanzado -y mantenido- con Shostakovich. Zimmermann, casi habitual de esta orquesta, es un violinista magnífico y Treviño supo trabajar para que su sonido se manifestara en toda su maravillosa expresividad, pero al menos para mí la Número 5 fue tan buena que ocultó el resto de los logros de una noche francamente luminosa y redonda.