Publicado en Mundoclasico el 8 de febrero de 2019
Bilbao, 19 de enero de 2019. Palacio Euskalduna. Giuseppe Verdi, I Lombardi alla prima crociata. Libreto de Tesmistocle Solera basado en el poema homónimo de Tommaso Grossi. Lamberto Puggelli, dirección de escena. Grazia Pulvirenti, dirección de escena de la reposición. Paolo Bregni, escenografía. Andrea Borelli, iluminación. Santuzza Cali, vestuario. José Bros, Oronte. Ekaterina Metlova, Giselda. Roberto Tagliavini, Pagano. Sergio Escobar, Arvino. Jessica Stavros, Viclinda/Sofía. David Sánchez, Acciano. Rubén Amoretti, Pirro. Josep Fadó, un Prior de Milán. Coro de ópera de Bilbao, Boris Dujin, director. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Riccardo Frizza, dirección musical. Aforo: 2164. Ocupación: 95%.
Deambulan los aguerridos y toscos lombardos de aquí para allá a lo largo de cuatro actos, a causa de un libreto deshilvanado y huero; sólo Pagano, que atraviesa la ópera como una cicatriz en diagonal, de esas que determinan una fisonomía, ofrece una personalidad inteligible y dotada de alguna consistencia. I Lombardi alla prima crociata no es, desde luego, una obra redonda, imposible con ese libreto; pero propone bastantes cosas de gran interés y también otras brillantes, de forma que cuando se criba su desigual contenido en un cedazo imaginario se encuentra oro, y oro en abundancia; son los embriones de un Verdi que no ha eclosionado, pero que ya fascina, y que impone su genio y su encarnadura sobre el defectuoso esqueleto teatral. De modo que, cosa que no resulta excepcional en el de Busetto, I Lombardi es un título a la vez fallido y muy interesante cuando es servido, como fue el caso en la velada bilbaína, por un buen elenco, una producción suficiente, una orquesta solvente y un maestro excelente, Riccardo Frizza.
El estreno estuvo condicionado por la indisposición vocal de Josep Bros y Roberto Tagliavini, anunciada por la megafonía y muy severa en el caso del tenor, no tanto en el del bajo. Un valiente Bros puso a Oronte en escena y soportó admirablemente su papel, pero apenas pudo cantar, y Tagliavini en cambio sí lo hizo y lo hizo bien, como siempre que canta en Bilbao, plaza que le recibe con alguna asiduidad, de modo que Pagano se escuchó con cierta dificultad en los agudos, pero intenso, tenebroso y convicente, y además bien estuvo bien actuado. Sergio Escobar, por su parte, fue un Arvino pleno, seguro y lleno de fortaleza y recursos, con un caudal abundante y bien gestionado.
Giselda es un rol de una exigencia tremenda: no sólo porque canta mucho a lo largo de todo el título, en lid maratoniana, sino porque además encierra grandes exigencias tanto vocales como dramáticas. Es un papel casi excesivo, fuera de norma. Metlova posee una voz con cierto brillo metálico en los agudos, aunque fue depurándolos a medida que avanzaba la representación, y denota cierto esfuerzo en los graves, pero contestó a los envites de Giselda uno por uno tanto vocal como dramáticamente. Merecería la pena ver I Lombardi aunque sólo fuera por apreciar su gran trabajo: bravura, fuerza, ternura, derrota, empeño y desaliento; volumen y delicadeza, arriba y abajo, sin parar. Con todo pudo Metlova, rindiendo con una calidad notabilísima, encerrando y liberando muchas sopranos diferentes a través de una sola. De nota, ciertamente.
El Coro de Ópera de Bilbao impuso su asentada solvencia sobre el escenario. También su trabajo es arduo, pues interviene mucho, al ser las masas un personaje más e importante de la enrevesada trama. Parte a parte recuerdo noches mejores de esta excelente agrupación, pero si tomamos en consideración el conjunto de su trabajo hay que quitarse el sombrero ante su calidad y su entrega. Lujoso sería un adjetivo bastante al caso. Muy bien Jessica Stavros, y también bien los partiquinos.
El trabajo de Frizza fue deslumbrante: preciso, elegante e inyectando sensibilidad y seguridad por igual, Frizza se evidenció como un gran concertador. I Lombardi no es fácil, abre portones, puertas y portillos hacia el desorden en muchos de sus trances y hay que timonearla con una visión clara del rumbo y en perspectiva de mando. Frizza supo hacerlo y además con un gesto medido y depurado. A sus órdenes, ahí abajo en un foso que pertenecía plenamente a Frizza, estaba la Sinfónica de Euskadi. Gran trabajo coral, magnífica la respuesta, y un concertino mayúsculo en el solo del Preludio del acto tercero, una de esas páginas de I Lombardi que causan asombro y proclaman a un compositor grande.
La escena, de Lamberto Puggeli, exponía permanentemente a Giselda en primer plano, siempre sola ante el peligro, y proponía por lo demás una profundidad tramada de veladuras y fondos sobre los que se articulaba un discurso atemporal en contra de la violencia y el horror de la guerra mediante proyecciones que mostraban rasgos crudos de la historia -nuestra historia-, como los crímenes nazis o la tragedia de las pateras. En general, la escena cumplía con su función de acoger las idas y venidas de una trama mutante y desenfocada, mientras superponía su propio discurso moral y visual (suponiendo que en el trabajo de Puggeli pueda disociarse lo moral de lo visual, dificultad que constituye su principal baza).