Todo lo que había oído lo repetía con las mismas palabras”
Jorge Luis Borges, “Funes el memorioso”
Hace algunas semanas, Facebook puso en marcha una iniciativa curiosa, pero nada sorprendente. Consiste en un aviso en el que se nos recuerda qué cosas hicimos en Facebook en esa misma fecha en años anteriores. Es como una fábrica de embutido, pero que en lugar de producir longaniza produce recuerdos. Siempre gentil, Facebook nos permite ver o no esos recuerdos y compartirlos o no con los demás. De modo que quienes utilizamos la red para insistir en nuestras aficiones podemos comprobar hasta qué punto podemos ser pesados; quienes viven para contar lo bien que cenan, pasan sus vacaciones y cuánto adora su piel al sol, pueden calcular las proporciones de sus ingestas calóricas o la calidad -y blancura- de sus sonrisas; quienes desean publicitarse en la red pueden comprobar de primera mano que básicamente apenas rinde su esfuerzo; quienes nada producen nada recuerdan, pero éstos son los cautos o los fisgones –lurkers es el fino anglicismo-, y tienen la virtud de no aportar y no hacer recordar. Así que todas las tipologías de usuarios y usuarias de Facebook tienen la posibilidad de recordar puntualmente, con certeza informática, lo que publicaron en la red, de quién se hicieron amigos o lo fabulosa que era aquella playa paradisíaca. Nada que no hiciera antaño un buen álbum de fotos, de esos cuyas páginas amarilleaban y en cuyos lomos, con humildad, solía poner: “fotos” o incluso “álbum de fotos”, como si no fueran visibles en las estanterías. Entonces coleccionabamos memoria, hoy no es necesario: nuestros recuerdos están ordenados y puntualmente disponibles en nuestras redes sociales.
Ocurren algunos inconvenientes de índole práctica. He comprobado estos días que algunos vínculos a contenidos de Youtube han desaparecido, no conducen a ningún sitio. Donde antes estaban el spot gracioso, la canción admirada o el insólito comportamiento de un animal de compañía, ahora no hay nada. Es desolador. Aquella vieja entrada se convierte en un espectro (por cierto, acabo de comprobar que post no figura todavía en el DRAE en su frecuente acepción bloguera), Facebook es como el viejo desván en el que las cortinas se han deshilachado y los viejos cuadernos han perdido sus tintas, ese lugar al que la infancia no logra asomarse sin esfuerzo y en el que veces duermen también esos cuadros que no queremos ni ver, ni tirar. Lo mismo ocurre con las personas: hace años que no interactuamos con algunas, de quienes nada sabemos aunque podamos quererlas bien, un problema este que crece en proporción al número de amigos. No se puede estar tomando algo frecuentemente con demasiadas personas, no hay barra ni tiempo para tanto, salvo que se haga de la red una profesión o una estrategia, que también se dan casos.
¿Por qué el empeño de Facebook en facilitarnos el acceso a nuestros propios recuerdos? ¿Por qué repetirnos lo que ya habíamos compartido con las mismas palabras, como en el cuento de Borges? ¿Es que la red de redes percibe que de hecho cada vez tenemos menos cosas que decir? Probablemente sea eso, aunque puede ser también que Facebook se haya hecho decididamente cursi, tanto o más que con esas postalitas de “así ha sido mi año” que probablemente vuelvan a estar en circulación dentro de unas semanas: la Navidad son ya los anuncios de turrón, la lotería, las luces navideñas y ahora también los recuerdos facebookeros en formato de álbum que, siendo sinceros, realmente no interesan demasiado a nadie, salvo a parientes directos.
Vemos páginas en Facebook con miles de seguidores de los que apenas media docena interactúan, y esporádicamente; los comentarios son tan escasos como las pepitas de oro en Las Médulas; los “me gusta” a un post resultan cada vez más difíciles de lograr, y los seguidores son difíciles de conseguir (al menos de forma honrada). Cien seguidores convencidos ofrecen mayor redención que mil lurkers en visitas a espacios de contenidos reales (por ejemplo blogs). Que Facebook nos empuje a recordar y compartir aquello, lo que sea, sólo puede significar una cosa: es mucho más difícil incitarnos a crear que a hacer memoria y, en ese sentido, la red ha fracasado: se producen pocos contenidos. Incluso nos tienen que proporcionar la memoria prefabricada. Los intereses y las informaciones no se divulgan y extienden, se especializan y atomizan, generan islas de personas afines con intereses comunes. Por eso, normalmente los contenidos con más respuesta son los de contenido amistoso y esencial: mi niño ha dado sus primeros pasos o ha dicho “má”, y esas cosas.
No creamos que aquella siesta imponente que nos pegamos en una playa de arenas blancas hace cinco años interesa a los demás, al menos no siempre y desde luego no a todos: si a alguien le gusta ver algo así es que realmente nos quiere bien. Mejor dejarlo pasar: arenas fueron, y en polvo se convertirán, salvo que Facebook perdure y nos persuada para construir nuestra memoria en torno a algo tan frágil como un puñado de recuerdos colgados en un muro en la esperanza -ficticia- de estar compartiéndolos, una y otra vez, para que alguien los lea.