Publicado en el suplemento cultural Territorios, de El Correo, el 21 de diciembre de 2024
En el más reciente álbum del pianista Daniil Trifonov, titulado My American Story: North, la última obra es 4’33”, del compositor norteamericano John Cage. Como corresponde a una buena interpretación de esta célebre creación, Trifonov no toca una sola nota. El gran intérprete ruso invita a reflexionar sobre el silencio, cediendo su lugar a los sonidos ambientales, que se convierten en protagonistas. Aquello que normalmente percibimos como ruido cuando lo oímos, adquiere una nueva dimensión como textura sonora si lo escuchamos.
En esta versión del disco, 4’33” Field Version, los sonidos capturados en espacios urbanos abiertos son simples y bellos, con ecos de una infancia. Como la música, como la vida. La inclusión de esta obra en el álbum no es solo una reflexión sobre el tiempo y la escucha, es también una declaración de reconocimiento y respeto a la gran aportación norteamericana al repertorio pianístico y a la música del siglo XX a través del juego.
Cage concibió 4’33” como una invitación a replantear nuestra relación con el tiempo y el sonido. En sus tres movimientos de silencio, somos confrontados con nuestro propio ruido interno y con el externo. La obra nos recuerda que escuchar es un acto de presencia, de abrirse al tiempo de un modo atento y activo. Invita a reflexionar sobre nuestro entorno siempre paradójico. Se dice, por ejemplo, que el simple acto de pasear está desapareciendo de la vida cotidiana en nuestras ciudades (pasear escapa a lo que se espera de nosotros). Escuchar nos invita a detenernos y mirar de nuevo. Es una actitud cargada de intencionalidad y significado, que va más allá de la simple percepción de sonidos.
En la diferencia entre escuchar y oír se encuentra una de las grandes conquistas culturales del ser humano. Sin embargo, escuchar -algo aparentemente sencillo, un aparente automatismo- es cada vez más raro en un mundo dominado por la inmediatez, en el que la música funciona como un tapiz sonoro, un acompañamiento funcional y efímero. Las canciones que dominan las plataformas de streaming rondan los tres minutos. La música clásica, por el contrario, exige tiempo y reclama una actitud.
Algunas obras necesitan desplegarse en largos movimientos para que podamos penetrar en su universo. La música de Bach, Beethoven, Brahms o Bruckner -¿hay alguna letra inicial más privilegiada que la B en la música?- requiere que suspendamos nuestra prisa cotidiana para abrirnos al diálogo activo que nos proponen. Esto también es válido para otras artes y para nuestras relaciones sociales cotidianas. Escuchar a las personas que nos rodean, y no simplemente oírlas, es un acto que requiere nuestra atención plena, nuestra plena humanidad y no poca valentía.