Si alguien dice de un perro que ha muerto «sí, parece mentira cómo pueden llegar a sentirse esas cosas» probablemente lo dice porque se solidariza; pero nunca ha tenido uno. Quien lo ha tenido sabe que todo el dolor de su pérdida es tan real y lacerante como apretar fragmentos de un cristal roto hasta hacerse sangre en el puño; y sabe que entre esos animales y las personas hay lazos y nudos que unos sienten, y otros no; y sabe también que quien no sabe amar a un animal no sabe amar a una persona. Yo, siendo muy niño, presentí que tenía una tía que no era capaz de amar a nadie, salvo a si misma y torpemente, cuando descubrí su incapacidad de amar a un perra que fue mi primera: una hembra de pastor belga llamada Beltza.
Hoy ha muerto Dyk, un labrador retriever dulzón y paciente, joven y bueno, amado por nuestros amados. El perro de nuestros hermanos y sobrinos, también nuestro propio perro husmeando entre las hierbas y los árboles de sus cercanías; tendido casi siempre en la entrada de una casa que está vacía y herida sin él, y que necesita atraer tantos y tantos buenos recuerdos para conjurar su ausencia. Nunca ladraba; y bien: jamás volverá a ladrar. Y esa es la pena. La muerte no es el final de lo que decimos, maullamos o ladramos, sino el inicio de un largo, insondable silencio. Y, como callan las personas, los perros callan. Y duelen.
Dyk llegó cargado de magia desde Oriente, y recordamos quienes le mantuvimos unos días en secreto, comisionados por la magia de los únicos Reyes que en el mundo merecen la inicial en mayúscula, que era pequeño y lindo y ensuciaba; y recordamos el pasmo maravillado, incrédulo y vigorizante de Garoa y Ales, nuestros sobrinos mayores, al verle allí recogido, diminuto y suave, como pidiendo unos brazos que le serenaran y le enseñaran a confiar: era la tarde de Reyes de 2006, y en los ojos de aquellos niños se leía la maravilla de asumir en una incrédula fracción de segundo que aquel era su nuevo perro. Sus ojos se hicieron más grandes en la cocina de su amoña. Ya tenían otro, Txort, una diablillo indefinible, cazador y huidizo; y les llegaba el perro hogaza, el eterno animal recién sacado del horno, enharinado, cálido y besucón, enorme y humilde, que precisa de la levadura amable de las caricias y de las palabras tiernas para ser fiel y crecer como amigo íntimo y confidente; llegaba el perro paciente, que a fuerza de arrimarse se acaba colando y a golpe de sabiduría sabe que hay un punto del que no pasar. Por eso estaba allí tendido, las manos adelante, sobre la alfombra; casi en la calle, pero dentro del hogar. Y entre sus muchas virtudes tuvo la de enseñar a los reacios, si los había en aquella casa (que lo dudo), la verdad incontestable de un dicho ruso: no hay perro vagabundo que, de tanto llamar a la puerta, no acabe encontrando un compañero y un techo y un destino, el que sea. El perro no es el mejor amigo del hombre, sino la más acabada expresión de su civilización.
Txort murió al poco de llegar Dyk a su casa, y fue Dyk quien acompañó a Garoa y Ales en su infancia y adolescencia, que han pasado así, en un suspiro: en una carrera por las campas, en un ladrido y una obcecación por mordisquear un juguete, o en la renuncia a correr tras la pelota cuando las patas ya comenzaron a pesarle. Dyk no fue un perro sano, sino un perro curador. Dyk probablemente se dolía, pero transmitía alivio y sensatez, y calma y constancia. Un gran amigo.
Hoy Dyk ha muerto, y con esa muerte aquellos niños maravillados han dado un nuevo salto hacia adelante, alejados de la niñez de forma un poco más definitiva. Hoy Garoa y Ales son hermosos y dignos adultos, doliéndose y sintiendo. Hoy aprenden, por si no lo sabían, que habrá quién sienta a Dyk sin decir nada, y también quien diga sentir lo que no siente; lo vais a notar. El mundo y la vida son así de complejos, y las personas así de transparentes. Por eso Dyk es también un aprendizaje, un recorrido, un despertar. «He de morir para poder vivir», decía un poeta a quien Mahler puso música. Ese es el contrato en sus justos términos. Sirve para Dyk y servirá para todos y cada uno de nosotros. Dyk no es sólo un diario, Dyk es un libro de aforismos simples y veraces, escritos sin palabras. Los únicos reales, probablemente.
El reto no es entender esto, que es simple; el reto es administrarlo: no ceder ni un ápice de vida al desánimo sin combatirlo; no dejar pasar la oportunidad de sentir sin atreverse; no renunciar a vivir con la simpleza, la lozanía y la entrega con que un perro sabe hacerlo. Sin demasiadas preguntas. La vida es un gozo en el que arrojarse para sentir, amar, sufrir: todo a ráfagas, y todo –cuando hay suerte– envuelto en una brisa constante, suave y cálida. También las lágrimas son cálidas, y vertidas por un perro, vertidas por Dyk, son a la vez el llanto y la sonrisa, son el recuerdo de aquel perro que irá quedando atrás mientras nosotros mismos nos vamos acercando. Lo mucho que no sabemos se reduce a dos cosas: no sabemos ni cuándo, ni a dónde. Pero en cambio sabemos que nos vamos acercando.
Os deseamos tanta suerte en ese camino, Garoa y Ales, tanta, tanta suerte.
Descanse en paz Dyk, siempre alumno y para siempre profesor. Un gran perro, con todo cuanto eso significa. Pronto iremos a visitarle allí, entre árboles, con un manojo de flores en unas manos diminutas cuyo deambular por la vida acaba de empezar. Las manos de nuestros hijos irán creciendo, y arrojar esas flores ayudará a que crezcan delicadas y fuertes, aprendices y sabias.
Os queremos. Y cómo no también a ti, Dyk.
Bihotzez,
Eneritz, Joseba, Oier eta Jon Fiodor