Publicado en Mundoclasico el 16 de diciembre de 2021
Bilbao, martes, 23 de noviembre de 2021. Temporada de ABAO Bilbao Opera, Palacio Euskalduna. Pietro Mascagni, Cavalleria rusticana. Libreto de Giovanni Tagioni-Tozzetti y Guido Menasci, basado en la novela homónima de Giovanni Verga. Ruggero Leoncavallo, Pagliacci. Libreto de Ruggero Leoncavallo. Joan Anton Rechi, director de escena. Gabriele Moreschi, escenografía. Mercé Paloma, vestuario. Alberto Rodríguez, iluminación. Producción de ABAO Bilbao Opera. Jorge de León, Turiddu/Canio. Ekaterina Semenchuk, Santuzza. Ambrogio Maestri, Alfio/Tonio. Rocío Ignacio, Nedda. Carlos Daza, Silvio. Belén Elvira, Lola. Elena Zilio, Mamma Lucia. Mikeldi Atxalandabaso, Beppe. Gexan Etxabe, un contadino. Coro de Ópera de Bilbao (Boris Dujin, director). Coro infantil de la Sociedad Coral de Bilbao (José Luis Ormazabal, director). Euskadiko Orkestra. Daniel Oren, dirección musical. Aforo: 2.164 personas. Ocupación: 70%.
Cavalleria rusticana y Pagliacci, la dupla operística por excelencia, retratan no tanto la vida de las clases populares, sino el modo en que están fatalmente abocadas a someterse a su destino. Ofrecen personajes primarios, tanto para los instintos (la seducción, el adulterio) como para la sublimación (el amor, la oración). Ambos títulos son también bastante diferentes entre sí, aunque Joan Anton Rechi conciba un vínculo de sangre entre ellos, que en última instancia permite el uso compartido de los principales elementos de una escena simple y eficaz. Basta con llevar un carromato circense al centro del escenario de Cavalleria para que estemos en Pagliacci. En cierto sentido, esto convierte a la de Leoncavallo en deudora de la ópera de Mascagni, como por otro lado sucedió globalmente en la función. Otro aspecto a destacar de la escena es que los movimientos del coro resultaron no tanto forzados, que un poco -como en la caminata en círculo alrededor del carromato de los payasos-, sino desnaturalizados, como sucedió en el deambular de la multitud en la plaza del pueblo de Cavalleria. Algunos y algunas se movían como autómatas, cosa chocante si se piensa que esta producción era reposición de un estreno no muy lejano.
Pero una cosa es como el coro vagaba por el escenario y otra cómo cantaba. Su esencial concurso en Cavalleria rusticana, en la que el pueblo avisado y acechante y tan primario en el rencor como en la fe es el vientre de la trama, fue magnifico y superó la forzosa contrariedad de las mascarillas, dando al máximo algunos de los momentos mas bellos de la literatura para coro de la historia de la ópera, entrando en los sentidos con una plenitud saciante e incontestable. Qué grandes melodías posee Cavalleria y qué grato es rendirse a ellas; y cómo supo lograr Daniel Oren, maestro que en media docena de compases impuso una mano derecha de elegancia hipnótica, establecer que no son meramente populares, que son el músculo de una ópera de gran altura y el resultado de una imaginación sonora deslumbrante. Estupendo concertador, de claro criterio, Oren llevó la función con una coherencia y una solvencia encomiables, y logró de la Euskadiko Orkestra un rendimiento muy bueno, aunque él mismo se sumara como instrumento: no callaba. Esta orquesta está generalmente a un buen nivel en el foso, pero en esta función se escuchó como elevada sobre sí misma, como sometida a una autoridad incontestable. Y así era. Oren, en principio, volverá en esta temporada a dirigir Alzira, de Verdi.
La canción siciliana que abre a sipario calato el concurso del tenor en Cavalleria es tan bella como comprometida. Jorge de León la cantó con algunas dificultades, pero después fue tomando la medida del papel y fue afianzando su voz, voz que en ningún momento destacó por sus matices. Hizo un buen trabajo encarnando a Turiddu, un joven libre y algo atolondrado en un mundo viejo y férreamente moralizado y, buen conocedor de sus compromisos, supo estar pletórico para enfrentar en condiciones tanto el final del drama siciliano como el Vesti la giubba de Pagliacci, las dos arias por las que se juzgaría su noche. Su rival mortal en Cavalleria y monstruoso incitador en Pagliacci los cantó Ambrogio Maestri con mucha facilidad, sobrado de facultades. Quizá se echaba en falta algo más de entrega dramática, de penetración en la presencia psicológica de sus muy diferentes personajes. El resto de los roles masculinos los ofrecieron Mikeldi Atxalandabaso, Beppe, con su generosidad y buen hacer habituales, y Carlos Daza, Silvio, ambos en Pagliacci. Carlos Daza cumplió. Canta bien, entona bien, pero pasó por el escenario sin dejar huella.
Ekaterina Semenchuk hizo una Santuzza de gran calidad en todas las facetas. Supo actuar, supo cantar y ante todo transmitió perfectamente los matices prematuramente crepusculares de su personaje. Tiene una voz admirable, muy amplia y extensa, y posee la fortaleza y la presencia escénica suficientes como para estar sola en escena durante unos cuantos minutos manteniendo sin grietas la densidad dramática. Bravísima y quizá lo mejor y más memorable de la función. Lola estuvo muy bien resuelta e interpretada, pero Belén Elvira exhibió una voz con alguna dificultad en los graves. En cuanto al papel de Mamma Lucia, Elena Zillio cantó lo suficiente e interpretó con mucha claridad y solvencia. Su voz convenció menos que su personaje.
El papel de Nedda correspondió a Rocío Ignacio. Esta cantante tiene una gran virtud, y es que se da sin reservas. Nedda necesita de esa entrega. Actriz convincente y con un instrumento que muestra crecientes capacidades y cualidades y genera expectativas, Rocío Ignacio creó en el Euskalduna algunos momentos de excelencia, como en su dúo con Daza.