Marina Monzó. Foto: ©Enrique Moreno Esquibel

Publicado en Mundoclasico el 31 de mayo de 2024

Bilbao, sábado 18 de mayo de 2024. Palacio Euskalduna. Giacomo Puccini: La Bohème. Libreto de Giuseppe Giacosa y Luigi Illica sobre la novela Scènes de la vie de bohème de Henri Murger. Leo Nucci, director de escena. Salvo Piro , director de escena de la reposición. Carlo Centolavigna, escenografía. Artemio Cabassi, vestuario. Claudio Schmid, iluminación. Producción de Teatro Comunale di Modena, Fondazione Teatro di Piacenza. Miren Urbieta-Vega, Mimí. Celso Albelo, Rodolfo. Manel Esteve, Marcello. Marina Monzó, Musetta. José Manuel Díaz, Schaunard. David Lagares, Colline. Fernando Latorre, Benoit/Alcindoro. Aitor Garitano, Parpignol. Coro de Ópera de Bilbao (Boris Dujin, director). Leioa Kantika Korala (Basilio Astúlez, director). Orquesta Sinfónica de Bilbao. Pedro Halffter, dirección  musical. Aforo: 2.164. Ocupación: más de tres cuartos. 72ª Temporada de ABAO Bilbao Opera.

Siento debilidad por La Bohème, un ejemplo de cómo una obra maestra lo es también porque logra sobrevivir a su propia popularidad. Es ya el título más representado en la historia de la ópera en Bilbao, se escuchó hace pocas temporadas –temporadas de cinco títulos– y ahí estaba: cerrando una 2023-2024 extraordinaria, atrayendo a una gran cantidad de público y conmoviendo gracias a unos mimbres tan sólidos –su música, su argumento, su teatro– como vulnerables al tópico y la superficialidad.

De la escena de Leo Nucci se podría decir lo mismo ahora que hace diez, veinte o cincuenta años: heredera directa del Zefirelli de La Scala en los años sesenta, completamente anclada en un pasado de muebles desvencijados, velas consumidas, áticos de París y nieve cayendo en el acto tercero. Una escena tópica rendida a los tópicos del argumento, una postal antigua. Para gustos, los colores. Desde ABAO se argumentaba –a favor del trabajo de Leo Nucci– que era claramente la propuesta de un cantante y que su propósito era servir a los cantantes. A fe que se notaba, pero era imposible no pensar que para algo existen los directores de escena, como unos meses antes había dejado claro el Rigoletto de Miguel del Arco. La elección consecutiva de ambas escenas enunciaba una tesis y su contraria.

La propuesta de Pedro Halffter escapa a esos parámetros. Su Bohème ha sido coherente y refinada, pero digamos que poco italiana; esteticista, con unos tiempos lentos y una acusada sobreexposición melódica. Creo que su trabajo presentó dificultades a los y las cantantes, al no construir complicidad entre las tablas y el foso, como si desde la orquesta fluyera un Puccini y desde el escenario pugnara por liberarse otro que estaba un poco esclavizado. En todo caso, su trabajo fue mejor que el que recuerdo de la anterior programación del título en Bilbao. La orquesta, dócil a la batuta, dio lo que esta exigía, y lo hizo con su calidad habitual, brillando en muchos momentos. Lo mismo puede decirse del Coro de Ópera de Bilbao, cuya calidad sencillamente se esperaba y en manos de Halffter no aspiraba a sorprender. Las niñas y niños de Kantika Korala estuvieron estupendos, aunque la escena les imponía un comportamiento ordenado y una disposición ante el maestro como probablemente jamás se viera en el barrio del Café Momus. Demasiado orden para una escena que pide abrirse en libertad, que aspira a cierto caos. Pero, más allá de estas consideraciones, La Bohème encontraba todo lo que necesita para subyugar. Fernando Latorre ofreció un Benoit irreprochable y un Alcindoro para enmarcar, bien cantado y magníficamente actuado. David Lagares, Colline, supo aportar su presencia escénica en todo momento, y defendió bien ese gran regalo que Puccini hace al rol en el acto IV. José Manuel Díaz fue un Schaunard vital, lleno de energía, un perseverante optimista sustentado en un canto cómodo y de calidad.

Parte del éxito de esta ópera reside en la inteligencia de Giuseppe Giacosa y Luigi Illica al situar como secundarios a las dos personalidades más intensas del reparto: Marcello y Musetta, en esta producción Manel Esteve y Marina Monzó. El trabajo de ambos fue excelente. Musetta exige muy buen canto, pero también una actriz capaz de transmitir y contagiar una gama amplísima de estados de ánimo y sentimientos. Me encantó Monzó en ambas facetas. No era una Musetta frívola, sino una mujer conocedora y manejadora de los resortes del alma humana, una mujer irrenunciable, una dueña. Como anticipa el propio libreto, Marcello no podrá escaparse de ella. Esteve, que en todo momento hizo un trabajo de primer nivel, exultaba de amor en la maravillosa rendición Gioventù mia, que hizo como para derretir el más recóndito de los glaciares. Una gran pareja.

Celso Albelo fue ante todo un Rodolfo inteligente, supo enfrentar los retos del primer acto sin especular, y los superó con creces. Buen Rodolfo. Sin embargo, pude asistir también a la tercera función y, a partir del tercer acto, su voz sonaba fatigada, quizá forzada por un maestro que seguía su propio firme camino. En cuanto a Mimí, se esperaba con ganas a Miren Urbieta Vega. Permítanme una digresión. Mirella Freni fue sin duda una Mimí de época, pero su interpretación mostraba una mujer extremadamente débil y dependiente, una personalidad de ala herida, muy de cine mudo. En cambio, la Mimí de Miren Urbieta es de este tiempo: es una obrera, una mujer pobre y enferma, pero ni indefensa ni inferior a Rodolfo; no es alguien a quien conquistar, sino alguien a quien ganarse. Supo Urbieta imponer su propia visión de una Mimí independiente y poco predispuesta a rendirse. También cantó muy bien, dominadora de su instrumento y llena de facultades, entre las que destacan su naturalidad y fluidez. El público, muy numeroso en todas las representaciones, reconoció con generosidad su calidad y la ovacionó, como hizo con el resto de los cantantes y protagonistas y artífices de la función. En suma, un broche de buena calidad para una muy buena temporada.