Publicado en Deia, el 12 de octubre de 2024
Soy una de las muchas personas que, cuando han pasado los años, lamentan no haber prestado más atención a sus mayores. En mi caso esto es aplicable a varias personas de mi entorno familiar más íntimo, y desde luego a mi aitona Santos Aguirre Oyarzabal, quien falleció siendo yo un adolescente. Aitona era muy culto y buen conversador, amante de la Zarzuela y de Guridi y Usandizaga, y gran caminante. Ebanista antes de la Guerra Civil, amaba los bosques y conocía los árboles, las cualidades de sus maderas y el trino y los rastros de sus habitantes. Y guardaba para sí muchas cosas, en parte por temperamento, en parte por cautela y, en lo que a mí respecta, quizá por entender que yo no tenía la madurez necesaria para ser un interlocutor o siquiera un oyente capaz. También recuerdo que yo era impaciente, y que algunos de sus ritmos me molestaban, porque yo quería ir de un lado a otro en un instante, no en un paseo.
Con los años se aprende que no es posible volver atrás para pasear, escuchar, preguntar. Y se lamenta. Pero entonces emergen los recuerdos y, como en el Día de los Muertos mexicano, quienes se fueron no mueren del todo, aunque puedan dormir por mucho tiempo.
También los objetos sin valor patrimonial pueden terminar olvidados, incluso los que tienen un fuerte valor sentimental o familiar. Si fallece quien los aprecia, pueden encaminarse discretamente hacia el olvido. Lo que ahora es un tesoro, una generación después puede ser algo meramente apreciado, un mathom que dirían los hobbits. Las cosas siguen su propio ciclo hasta desaparecer, salvo que se preserven de una forma adecuada. Ese es uno de los cometidos de museos y archivos y es la razón por la que recientemente ama, cerca ya de cumplir 90 años, decidió de acuerdo con sus hijos donar el cuaderno al Archivo de la Sabino Arana Fundazioa.
Un poco de contexto
El cuaderno de aitona se ha guardado durante más de ochenta años, muchos de ellos en casa de la hija donante, protegido como un tesoro, en un armario con una puerta alta, no muy fácil de alcanzar; uno de esos lugares lógicos para conservar papeles y objetos de especial importancia por su naturaleza o su valor sentimental, pero frágiles e innecesarios en lo cotidiano. Es también el tipo de rincón que no tarda en atraer la atención de los niños y niñas, cuando en algún momento de su crecimiento convergen sobre una nueva manilla sus sentidos y su curiosidad. Y un buen día el armario se abre, y lo que en realidad se abre es tanto un diminuto santuario como un pasaje a otro mundo, a la manera de lo que sucede en «El león, la bruja y el ropero» de C.S. Lewis o en “La puerta en el muro”, de H.G. Wells. Lo importante de estas historias, y lo que tienen en común con el armario del hogar familiar, es que provocan que los niños y niñas viajen, aunque no lleguen a mover un solo pie.
La puerta alta de mi hogar familiar guardaba carpetas y algunas pequeñas cajas metálicas que hacían viajar hacia un mundo derrotado, represaliado, humillado: un recordatorio funerario de José Antonio Aguirre, una hoja de roble en la que se había dibujado un árbol de Gernika limpiando los nervios de la hoja y un cuaderno de un gudari preso, el aitona, escrito en la Prisión Tabacalera de Santander entre el 27 de julio y el 23 de noviembre de 1939, con 131 páginas manuscritas. El cuaderno se cerró cuando él, que había llegado a La Tabacalera desde otra prisión, fue trasladado a un penal.
Es un cuaderno de tamaño cuartilla y tapas duras, pautado, inacabado, dedicado a su esposa Mercedes, mi amoña. Ambos trabajaban para sacar adelante a su pequeña familia cuando la guerra vino a Euskadi. Tenían dos hijas, Mercedes y Clotilde, mi madre, nacida el 18 de septiembre de 1934. Amoña Mercedes, una mujer guapa, de ideas libertarias y excelente contralto, hubo de exiliarse durante unos meses con su madre y sus hijas y se refugió en Richelieu, pequeña y preciosa localidad en el departamento francés de Indre y Loira. Por su parte, Santos padeció cárcel y en un punto de su dura estadía enfermó gravemente del estómago, llegando a ser desahuciado, pero sobrevivió y escapó de la pena de muerte por la intercesión de un empresario guipuzcoano del bando nacional, que le situó fuera de unos incidentes por los que le imputaban. En casa conocimos algunos relatos estremecedores de ejecuciones y sacas en aquella infame Prisión de Tabacalera, hoy sede de la Biblioteca Central y Archivo Histórico de Cantabria. Lo importante de todo esto es que no tiene un carácter extraordinario. Desde la perspectiva de la memoria histórica, esas vicisitudes lo fueron de tantas y tantas familias represaliadas por el fascismo. Pero el cuaderno de aitona, al menos para nosotros, las hace singulares.
El contenido
Aitona escribió en su cuaderno en castellano y francés. Fue el autor de la mayoría de los contenidos, pero no el único. Escribieron otras doce personas. Pese a tener hermosas caligrafías, varias de las firmas son ininteligibles. Otros nombres se leen sin dificultad: en orden de escritura intervienen Manuel Obregón, José Alonso Arzuaga, Teodoro Herrera Dugenne (en francés), Luis Miguel Alonso, Luis Corona, Luis Soler, Ángel Martínez-Conde, Ceferino Vázquez San Juan y Daniel Arechavaleta. Este es el último participante, escribe hacia finales de septiembre de 1939 y lo hace en las páginas 80 y 81. Después sólo escribe aitona.
Es probable que en los archivos adecuados se encuentre mucha más información, pero al buscar estos nombres en internet afloran muy pocos datos. José Alonso Arzuaga fue capitán de Servicios Auxiliares de Euzkadi Mendigoxale Batza; y Luis Corona fue un intelectual santanderino, que pasó varios años en prisión antes de exiliarse, relacionado con pintores y notables poetas. En el cuaderno de aitona escribe un texto intenso, titulado “Un rastro luminoso”. “La verdadera acción es la respuesta adecuada. Preguntar es un estado”, escribe.
Luis Soler, también santanderino, escribe en un poema:
“Armaré un velero con mil alas voladoras
Y con él veré el rojo despertar de las auroras.
Llevaré la nave a lo más lejano de los vastos horizontes,
Bajaré a los fondos; subiré a los montes;
Y desde sus cumbres, con voces musicales,
A la sirena llamaré para vivir con ella en los corales”
Esta evocación de la libertad es quizá la más hermosa y poética de todas las que pueblan el cuaderno. También es la menos pegada a la realidad. En general, los presos que escribieron no expresaban su afán de libertad desde la poesía, sino desde una ansiedad directa por disfrutar las cosas sencillas, como un paseo por un bosque. Añoraban lo cotidiano, lo que pasa desapercibido, todo aquello que apenas creemos necesario valorar en el día a día. La cárcel como negación de lo básico es la vía para construir lo terrible: el largo castigo. Vil y vengativo, el franquismo jamás supo perdonar, edificando su régimen sobre la represión. Mares, bosques, sirenas o ciudades están en las páginas del cuaderno de aitona en forma de aspiración, y también de metáfora. Y es la metáfora lo que probablemente propició que el cuaderno sobreviviera y se pudiera sacar de la cárcel. Es probable que su contenido escapara a las miradas de los carceleros (poemas, relatos, visiones). Su final repentino también sugiere que fue sacado de la cárcel cuando se presentó la ocasión. O puede, puestos a imaginar, que lo dejaran pasar por respeto instintivo a un contenido que no llegaban a vislumbrar y clasificar. Quizá era meramente insignificante.
Un segundo tema notable en el cuaderno es la familia. Aitona Santos, en “La visita”, cuenta cómo su segunda hija, ama, está asustada y se arrincona en una visita a la cárcel porque no le conoce. Les separa una red. Son unas líneas terribles, escritas de forma directa. Pero la familia está presente también en el formato de la amistad y la camaradería entre compañeros. Habían construido un círculo, una tertulia según se dice en el cuaderno, que otros presos contemplaban con interés y quizá envidia. El cuaderno era un espacio común en el que buscaban expresar la solidez de su amistad y sus principios, pero también una herramienta con la que reclamar su derecho a ser recordados. Ceferino Vázquez San Juan escribe, el 28 de agosto de 1939:
“Compañero Aguirre, guarda toda tu vida este libro que tanto valor encierra para nosotros, aunque ha tenido la desgracia de nacer dentro de un ambiente de tristeza. Por eso. Por eso tiene un valor incalculable nuestra escritura”
La donación
Mi madre Clotilde, su hermana María Mamerta y otros descendientes acudimos a la Sabino Arana Fundazioa el pasado 11 de junio para solemnizar la entrega del cuaderno. Allí estará, una luz ínfima más en un espacio de memoria y llama que combate la oscuridad y el olvido. Fue un momento especial y emocionante. Un archivo es el lugar, quizá el único lugar, en el que incluso lo que casi nunca se lee conserva su valor incalculable. Para mí, como nieto de Santos y como ciudadano vasco, fue algo tan hermoso y emocionante como la entrega de unas cenizas a la tierra. Pero también fue algo vivo y alegre, porque creemos que cuando alguien abra el cuaderno y lo explore, sus palabras, sus caligrafías y todas aquellas personas volverán al presente, Dios les tenga en su gloria. De modo que, en nombre de la familia donante, agradezco profundamente a la Fundación el haberlo admitido y a ama su sensibilidad e inteligencia para valorarlo, conservarlo y saber desprenderse de él en el momento y lugar en el que debía hacerlo y en compañía de muchos de sus seres más queridos.