© Iñigo Ibañez

San Sebastián, jueves, 28 de agosto de 2025. Auditorio Kursaal. Arvo Pärt, Cantus in Memoriam Benjamin Britten. Antonin Dvořák, Concierto para violín. Jean Sibelius, Segunda sinfonía. Isabelle Faust, violín. Gewandhausorchester Leipzig. Andris Nelsons, director. Quincena Musical Donostiarra.

El programa Pärt, Dvořák y Sibelius pasó de la austeridad contemporánea al lirismo bohemio para culminar en una Segunda Sinfonía de Sibelius que brilló por su belleza sonora y su equilibrio entre control y expresividad.

La Gewandhaus es desde luego una orquesta fabulosa, con un prestigio tan legendario como merecido. Sus imponentes cuerdas, compactas y aterciopeladas, dibujan un sonido de tersura casi fractal, de una nobleza casi irreal, como surgida de otro tiempo; las maderas aportan una claridad cristalina; los metales se escuchan con densidad y brillo, todo ello sin perder nunca un equilibrio majestuoso. Bajo la batuta de Nelsons, cada sección desplegó su riqueza individual y, al mismo tiempo, se integró en un tejido sonoro de extraordinaria cohesión en el que se hacían patentes dos rasgos: el primero, que se trata de una orquesta con una gran presencia masculina; el segundo, que la orquesta evidencia una concentración impresionante en todo momento y en cada atril. Es un grupo de una homogeneidad asombrosa.

El concierto se abrió con el Cantus in Memoriam Benjamin Britten de Arvo Pärt. Desde un susurro apenas audible hasta una muralla de cuerdas y campanas, Nelsons construyó un crescendo hipnótico, manteniendo siempre el pulso firme y sereno. La austeridad arrebatada de la pieza, tan Pärt, encontró en la orquesta una profundidad noble, que evitó cualquier exceso y acentuó su apariencia meditativa y su sencillez sublimada.

El Concierto para violín de Dvořák tuvo como protagonista a Isabelle Faust, que ofreció una interpretación inicialmente algo contenida, pero más expansiva a medida que el Concierto avanzaba. El primer movimiento mostró alguna tensión, pero en el adagio Faust alcanzó una luminosidad bella e íntima y en el final desplegó una rusticidad expresiva, pero tamizada por la mirada de una urbanita: fue una lectura de un virtuosismo técnico impecable, aunque con cierta distancia emocional.

La segunda parte trajo el gran núcleo de la velada: la Segunda Sinfonía de Sibelius. Aquí, Nelsons desplegó claramente su visión: frenar la tentación del melodrama para ofrecer una arquitectura musical sólida, clara y contenidamente monumental. Su dirección fue física, amplia, pero siempre precisa, atenta a los detalles dinámicos y a los diálogos entre secciones. La interpretación se extendió por un tiempo que permitió desgranar cada fragmento y dejar sentir las abruptas interrupciones que tanto marcan el lenguaje sibeliano. No hubo grandilocuencia: la irrupción triunfal se sintió como una culminación ganada a través del esfuerzo constructor, más que como un estallido triunfalista. La contención, paradójicamente, otorgó a la obra su mayor poder expresivo. Fue una Segunda de profundas raíces, afirmada en la claridad y la mesura. Nelsons enseñó que la verdadera grandeza de Sibelius no está en exacerbar el dramatismo, sino en contenerlo, moldearlo e ir dándole forma nota a nota. Mucha clase.

Las aportaciones individuales fueron notables en todo momento, ¡qué timbalero!, pero todo fue una demostración de lo que significa una gran orquesta: una suma de talentos al servicio de una visión leal y comprometida del trabajo colectivo. La Gewandhaus confirmó su lugar como una de las grandes orquestas de nuestro tiempo, sin duda una entre las tres o cuatro más grandes formaciones de las muchas que han visitado Quincena Musical en las últimas décadas.