
Izar fue una hembra radiante de fox terrier. Poseía todas las características de su raza, que yo aprecio tanto (por mi gran compañero Habano, pero no solo por él), con un temperamento dominador e indómito. Era dueña y señora de cada palmo de terreno que pisaba, y lo era con esa fiereza irracional, salvaje, que corresponde a esa raza poco evolucionada. Tenía también una naturaleza profundamente frágil, como todos esos perros que sólo enseñan tal verdad cuando aguardan en la bañera, contrariados, con el pelo pegado a carnes y esqueleto, y por un rato son muy poca cosa. Su desnudez es también la causa de su gallardía.
Pero Izar era también un manantial de ternura. Extremadamente querida y bien cuidada, aparentemente impermeable a códigos y reprimendas, tan suya, tan terrier, supo ser una compañía fiel e intensa para su familia y un icono de su calle en los paseos. Y, por alguna razón incomprensible a la lógica humana, intimó desde casi cachorra con mi pequeña, dulce y amorosa Haru, sumisa a sus mandatos y siempre deseosa de un gesto cariñoso. Hace ya muchos años se saludaban por la calle, y al jugar se entrelazaban en forma de abrazo. En una de aquellas ocasiones, hicimos esta foto.
¿Por qué se aceptaban así y se querían? Aunque Izar era inevitablemente dominadora, incluso un poco tirana, siempre encontraban resquicios de dulzura y camaradería, y hacían frente común si otro perro pasaba por sus dominios. Ladraban la una por la otra, para estarse y demostrarse a la altura, como dos damas feudales unidas contra una invasión.
Perros. Ellos son el mundo que no especula ni calcula, el mundo que vive sin expectativas ni conjeturas, de una forma básica y maravillosa, entregados tenazmente al oficio de vivir. Así mueren también, sin expresar sus miedos, sin preguntarse; probablemente en el convencimiento de haber vivido de acuerdo a lo que la vida les dió y exigió, pegados a la tierra, realistas como jamás persona alguna alcanzará a serlo. Y conocedores, admirables perros, del valor de una caricia también en un modo que a las personas se nos escapa. Porque, para ellos, toda caricia es digna de vivirse como si fuera la más importante y la última. A veces, tristemente, resulta serlo.
Inolvidable perra, Izar. Goian bego.