Publicado en el suplemento cultural Territorios de El Correo, el 10 de mayo de 2025

La conquista de la luz es uno de los empeños que ilustran la tendencia humana hacia el progreso. Las ciudades se construyen contra la noche; los hogares y las calles nos protegen de una oscuridad anestesiada, que ha sido desterrada de los espacios humanos. Bajo esa pugna tan presente en las artes, la filosofía y se diría que en todo el pensamiento humano, late un mundo de formas, impulsos y símbolos que la música ha expresado de muchas maneras.

Gustav Mahler, a la vez producto y superación de la gran tradición romántica, prestó mucha atención a la oscuridad. En el cuarto movimiento de su Sinfonía número 3, indicado Sehr langsam. Misterioso, introdujo un lied para contralto basado en el texto de Nietzsche O Mensch! Gib Acht!(¡Oh, hombre! ¡Pon atención!, fragmento de El canto del noctámbulo, de Así habló Zaratustra) que abre un paréntesis sereno que nos propone una noche elevada y estética, de cualidad casi sagrada, perteneciente al orden filosófico del siglo XIX. Años después, en la Sinfonía número 7, a veces llamada La canción de la noche, Mahler se entregó a una oscuridad ambigua e inquietante. Aquí la naturaleza ya no canta, como sí hacía en la Tercera, sino que aguarda, es pura potencia. No hay en la Séptima un programa, sino atmósferas, fragmentos nocturnos y marchas sin un claro destino. No hay orden, no hay sosiego. Si la Tercera es solar, afirmativa y dirigida hacia lo alto, la Séptima es una sinfonía crepuscular, horizontal, que sólo crece en la duda y la zozobra; una obra en la que todo gira, disolviendo las certezas. Ya es el siglo XX.

Distintas fuentes nos dicen que el segundo movimiento de la Séptima, Nachtmusik I, se inspiró en el célebre cuadro de Rembrandt La ronda nocturna, que sin duda conocía Mahler. El gran cuadro retrata un orden vigilante, burgués y satisfecho, nacido de un entorno de bienestar rutinario y confianza que, sin embargo, teme a la noche y la vigila. El claroscuro magistral de Rembrandt y su amable caos formal encuentran su eco sonoro en la música que Mahler compone. En lo que ahora nos interesa, es elocuente que Tercera y Séptima se tengan a menudo por obras contrapuestas —si aceptamos una discutible lectura programática—, cuando en realidad ambas hablan de la naturaleza: la una a través de la luz y su conquista, la otra a través de su reverso oscuro e informe, de la noche y sus acechanzas.

Entre ambas se da un tránsito hacia la incertidumbre que expresa la evolución de la música posterior al Romanticismo. La noche transfigurada, de Arnold Schoenberg, es todavía un trazo romántico e interior, pero su posterior Erwartung es pura desorientación y pérdida, una espera sin promesas. En György Ligeti —Atmosphères o Lontano— la evolución ya se ha vuelto ruptura, no hay relato ni asideros, solo materia sonora cambiante. Ya estamos dentro de la textura de la noche. Es el mundo posterior a Mahler: sin dirección, sin centros, quizá sin esperanza de consuelo. Ya no sabemos vivir sin luz, quizá porque la electricidad nos tiene secuestrados.