Cuando era un chaval los amigos de mi hermano mayor, Aitor, siempre me parecieron fascinantes. Tenían humor, vitalidad, ingenio, esa madurez incipiente pero que al más joven se le antoja todavía inalcanzable. Eran desde luego diferentes entre ellos, tanto como puedan serlo las distintas notas comprometidas en un mismo acorde. Recuerdo a Manolo, a Josu, a Iñaki, a Kepa, a Argandoña… sus nombres resuenan en mi memoria como nítidas campanadas, pues todos ellos son parte indisociable de mis recuerdos: sí, recordar a alguien es un comprensible y necesario ejercicio de egoísmo.
También recuerdo claramente a Juan Emilio, con quien trencé una amistad preciosa y luego hibernada, y a David, Juan Ángel, José Miguel, Jon (G.B.); después, coincidiendo ya con mi juventud, llegaron otros nombres como Joseba, Elena e Idoia. Estas dos mujeres, como otras que con el tiempo fueron sumándose, siempre me parecieron también excepcionales.
Patxi Zabala, muerto hace unos días, formaba parte del grupo primigenio, el de aquellos que despertaban mi admiración infantil. Era un chico extremadamente ingenioso, brillante de hecho, con un sentido del humor inteligente, dosificado y oportuno. Atrajo mi atención de forma inmediata, y creo que la de toda la gente que le conoció. Patxi no tenía un don: él era el don.
La memoria, nuestra memoria, se compone de miles de piezas concatenadas: las vivencias se necesitan desesperadamente entre sí, como una pieza a otra en esas performances en las que van empujándose miles de fichas de dominó. La vida probablemente termina de escribirse cuando todas han caído. La muerte de Patxi, empero, es una pieza que falta, una ausencia clamorosa que interrumpe todo intento de retornar a aquellos hermosos tiempos pasados. Es un freno indeseable, un vacío aciago y tan denso que, tan próxima su muerte, invita a recordarle en tono de obituario. Pues no quiero. Sería no sólo desacertado, sino absolutamente impropio: él desprendía vitalidad y energía, estaba pegado a la vida por el haz y el envés, era un hombre intensamente luminoso cuya ausencia no debe proyectar sombra alguna.
Patxi reía y su risa -virtuosa- disipaba las sombras. Reía como ríen los poseedores de un humor elevado, como ríen quienes entre amigos saben sentirse vestidos estando desnudos y desnudos estando vestidos, que eso y no otra cosa es la amistad; reía complacido con la vida y su alegría contagiaba: por eso atraía tanto y su compañía era tan, pero tan placentera. También transmitía su forma de mirar las cosas, su manera personalísima, enraizada y poderosa, de vincularse a lo que le gustaba y explorarlo, conocerlo, amarlo y compartirlo, fuera un pensamiento, un sabor o el aroma más recóndito de un vino.
Muchos amigos y amigas de Patxi se reunieron la otra noche para rendirle homenaje. Como el destino ha querido que Patxi falleciera en plena crisis del coronavirus, la reunión se hizo a través de una plataforma online. Fue una reunión emocionante. Me sumaron, cosa que agradezco mucho, y así vi los rostros de algunas personas muy queridas, también los de otras que no conocía. Daba igual: tener en común a Patxi no es cualquier cosa. En un momento determinado, todas y todos bebimos un trago de un vino que teníamos preparado, transidos como estábamos de emoción y respeto. Lo cierto es que el recuerdo de Patxi logró que también ese sorbo tan difícil tuviera todo el sentido, todo el por qué: el sorbo de vino era un sorbo de vida, una comunión dolida y hondamente bella y reconfortante. Un presente. Una proclama.
Un instante puede encerrar muchos siglos, un sorbo muchas palabras. Creo que en el paso inolvidable de ese vino por las gargantas ya está expresado casi todo lo que ahora mismo se podría decir de Patxi: producía angustia al trasegarlo, pero también daba cierto calor, y a buen seguro el vino -inocente e indómito- escribía en cada uno algunas emociones que no intentaré transcribir, pues bastante tengo con las mías.
Fuiste, Patxi, una persona absolutamente intensa y fascinante. Una ventaja objetiva de vivir ensombrerado es que se puede uno quitar el sombrero para conducirlo a la altura del pecho y guardar silencio. Ese gesto lo dice todo.
Yo, en este punto, me quito el sombrero. Descansa en paz.