He estado trabajando unas horas para mi proyecto documental «Mahler, Bilbao», que está a punto de concluirse cinco años después de las primeras grabaciones, que hicimos en marzo de 2010. Revisando fotos he encontrado algunas de unos niños y niñas del Liceo Francés de Bilbao, a quienes grabamos en septiembre de 2010 (en relación con el tercer movimiento de la Sinfonía nº 1, Titán) y he pensado: Dios mío, ahora ya son adolescentes.
Ese imparable devenir es una vía válida, como tantas otras, para comprender buena parte de la creación mahleriana: el acercamiento a lo inevitable a través de la sublimación. Si se reflexiona es en realidad puro pragmatismo, aunque revestido de metafísica. Muy propio del compositor.
El documental recoge distintas entrevistas y fragmentos de las tres primeras sinfonías de Mahler y de «La canción de la tierra». De esta, «Das Lied von der Erde», sólo voy a utilizar un breve fragmento de «Der Abschied» (La despedida), y mientras pensaba en este sexto movimiento he recalado, inevitablemente, en la versión de Bruno Walter y la Filarmónica de Viena con Kathleen Ferrier.
Si me llegan a hacer un control de alcoholemia cuando Ferrier termina («Ewig, ewig»: «eterna, eternamente») creo que hubiera dado positivo. Me ha producido una sensación física de embriaguez: es la rendición ante la belleza como forma (inútil, pero no estéril) de tratar de sustraerse a lo inevitable. No me he sentido empujado por Ferrier hacia ningún espacio o dimensión trascendentales, sino que he sido arrastrado hacia ella, hacia sus entrañas, hacia su esencia abrumadoramente carnal y fugaz, tan fugaz. Así atrae un imán las limaduras del hierro. Puede concurrir el alma, sí, pero no es indispensable. Y eso es precisamente «La canción de la tierra»: levedad.
Creo que escuchando a Ferrier comprendo mejor el Mahler que me gusta. En realidad llevo cuarenta años intentando definir cuál es, aunque siempre llego sólo hasta una visión aproximada, difusa, porque mi gusto evoluciona conmigo; pero escuchando a Ferrier aspiro a saberlo algún día, a anclarme a una voz, a establecer arbitrariamente como inmutable lo que en rigor no puede detenerse. Creo también que concluir «Mahler, Bilbao» me va a ayudar a comprender mejor el Joseba que soy, me guste o no me guste, eso no me parece tan importante (solo puede resultar más o menos cómodo). Lo que me parece importante es asumir que, como mi gusto evoluciona conmigo, yo evoluciono con mi gusto. Hasta que la muerte nos separe.
©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2012-2015– http://wp.me/Pn6PL-3p