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No mantenía trato con él desde hacía años, pero ocupó un lugar muy importante en mi juventud, en la edad de las correrías nocturnas, de las bromas y la despreocupación, en esa edad en la que todo parece interminable, posible y lejano, sobre todo lejano. Hoy he sabido que murió hace apenas unos días. Tenía 51 años. Txus Mateo Moreno. Qué pena.

Mi primer recuerdo con él se remonta a un concierto en el viejo Teatro Campos bilbaíno. Fuimos un total de cuatro amigos al gallinero (aquello sí que era un gallinero en condiciones), con quizá 17 años. Dos de nosotros éramos melómanos, los otros dos no. Como se interpretaba un concierto para piano (Chaikovski, con toda probabilidad) y yo me lo tomaba muy a pecho, me llevé al teatro unos prismáticos ad hoc, provocando que Mateo (que así le llamábamos, por el apellido) se riera de forma silenciosa pero incontenible durante un buen rato. Yo lo notaba, pero no me enfadé. Se reía con una enorme naturalidad y un gran estilo, era un personaje totalmente distinto a mí, pero siempre he enlazado mejor con distintos intensos que con parecidos pálidos, así que comprendí a la perfección que verme a mi allí sentado, grandote, con las piernas encajonadas y los prismáticos diminutos y nacarados en la mano y sobre mi nariz chata le pareciera gracioso. Lo era, con total seguridad, aunque los seguí usando durante el concierto. Y después de aquel concierto nos hicimos amigos, buenos amigos.

De Mateo aprendí muchas cosas, la primera y más importante que no es precisa la más ínfima intersección de los caracteres ni de los intereses para trazar una amistad sólida. Eso es la empatía, quizá. También aprendí a no llevar prismáticos a los conciertos. Y muchas cosas más.

Después pasaron los años, y las vidas siguieron su curso, y en lugar de confluir nos fuimos separando a todos los niveles, pues dejamos de vernos. Cuando nos encontrábamos él usaba una coletilla: “nena (pues se refería a mi en femenino frecuentemente), no me llamas nunca”. Era cierto. Y yo le respondía: “Los teléfonos tienen dos direcciones, tampoco tú a mí”. Esta conversación se repetía siempre que nos veíamos, pero siempre nos alegrábamos mucho de vernos. Así que ya hay otra cosa que he aprendido de él: hay que llamar. Siempre hay que llamar, porque al final acaba por hacerse demasiado tarde. Ahora mismo no puedo hacerlo, y ahora siento con una furia y una pena enormes no poder hacerlo más. Y pienso que, salvo error, es el primer gran ser de mi juventud más íntima y querida que se me muere, aunque no el primer amigo joven (tan insaciable era el SIDA, tan canalla es la carretera, tan criminal que las drogas sean ilegales y descontroladas).

Mateo. Tenía un ingenio natural enorme, una astucia sana y absolutamente envidiable. Era quizá el tipo de amigo que los padres no quieren para sus hijos (hasta que le conocen), y eso le convertía en completamente irrenunciable. Siempre directo, siempre sonriente. Recuerdo fiestas memorables con él y otros amigos, gais en su mayoría, en las que él sabía estar con la clase de un personaje de “El gran Gatsby”, pero sin sus medios –ninguno de nosotros los tenía, desde luego–. Guapo, divertido, leve y comprensivo, no le recuerdo un solo juicio artero sobre nadie, ni una requisitoria, ni un embuste. Aceptaba la libertad de todas y todos para obrar y pensar como legítima defensa de su propia libertad, ¿no es quizá la única vía? Le recuerdo ansioso de vivir, de divertirse; le recuerdo comprometido en el ideal sólo aparentemente simple de ser feliz, pues ese era su sueño, su objetivo, su tozuda ansiedad: ser feliz. Creo que acabó por lograrlo junto a su marido, a quien no tengo el gusto y a quien difícilmente llegarán estas líneas. Pero aquí quedan, y se las dedico a él; pues es duro perderte, Mateo, aunque hace años que no se sepa de ti. Debe ser terrible tu ausencia para quien ha sentido tanto tu intensidad y tus secretos.

Hoy sé sin duda que me regalaste más de lo que yo supe darte. Que descanses, Mateo. Te quise y te quiero mucho.