Vasily Petrenko. Foto: Bo Mathisen

Vasily Petrenko. Foto: Bo Mathisen

 

Publicado en Mundoclasico el 15 de septiembre de 2015

 

Donostia-San Sebastián, 30/08/2015. 76ª Quincena Musical. Auditorio Kursaal. Johannes Brahms: Concierto para violín en Re mayor, op. 77. P.I. Chaikovski: Sinfonía número 4 en fa menor, op. 36. Vilde Frang, violín. Orquesta Filarmónica de Oslo. Vasily Petrenko, director. Aforo: 1806. Ocupación: lleno.

 

Vilde Frang es una violinista fascinante. Su forma de tocar el violín es íntima, depurada y muy consciente, sin adornos ni guiños, y su forma de comprender a Brahms tiene que ver con una visión acorde: la sutileza del violín frente a la fuerza de la orquesta, que en manos de Petrenko fue una fuerza arrolladora. En realidad, en manos de Petrenko no sólo la orquesta arrolló, también una sola flauta vencía al sonido del Vuillaume de Vilde Frang, y en una primera instancia uno pensaría que tal vez el instrumento no rinde todo el sonido necesario para un concierto como el de Brahms, aunque resulte exquisito en cámara. Pero los Vuillaume no suenan poco, sino que suenan poco depende en qué manos y también en función del director que trabaje al lado. Petrenko no fue, en ningún momento de la tarde, un prodigio de comedimiento, sino al contrario, ejerció de colofón festivalero. Más allá de un notorio desajuste en masa de la orquesta en el comienzo del tercer movimiento, que puede suceder en cualquier directo a casi cualquier orquesta, en su manera de dirigir Brahms apenas consideró que había una joven violinista esforzándose a su lado (¿esforzándose?), y en conjunto el sonido de la Filarmónica de Oslo resultó abusivo y no fue ni tan limpio ni tan preciso como el de otras orquestas que han pasado por el escenario del Kursaal en esta 76ª edición que clausuraba este programa, con los metales especialmente perjudicados con una excesiva presencia en la sala. Lo que se puso escuchar de Vilde Frang en el concierto de Brahms fue precioso, pero muy escaso; y su indiscutible clase quedó patente en la propina, sobre un tema folclórico nórdico, con todo el mundo en silencio.

Tras el intermedio era el turno de la Sinfonía número 4 de Chaikovski, y en ella todos los rasgos que se habían esbozado en el concierto de Brahms emergieron en el seno de una versión brillante pero superficial, sonora hasta un extremo por momentos ruidosa, vertiginosa y, también y sin que exista contradicción, perfectamente eficaz: si lo que importa es el marcador, los bravos y ovaciones fueron de una intensidad tal que Petrenko ganó el partido, pero su juego fue rácano y la Cuarta careció de intención y profundidad; pero hay que insistir en su efectividad. Petrenko contaba con una orquesta muy buena, pero desigual. Dejando de lado unos metales que quizá no estuvieron bien modulados –especialmente las trompas, tal vez por problemas de ubicación en el escenario, no lo sé– las maderas de Oslo son excelentes, aunque también de una sonoridad pasmosa, pero empastaban mal en una orquesta cuyo rendimiento global fue claramente inferior a la suma de sus partes. En las cuerdas, en general de una gran categoría, los violonchelos quedaban notoriamente por debajo del resto de la sección, algo que a expensas de lo que puedan opinar los doctores del templo se configura, en mi opinión, como un problema en demasiadas orquestas: difícil escuchar buenos violonchelos. Petrenko, que no es Jansons ni le es exigible, y tampoco es ningún mítico director ruso –y tampoco lo creo esperable– hizo un notable esfuerzo físico en el podio, con unos cuantos saltos como de medio palmo de altura, energético y codicioso, hurgando en el primer movimiento para darlo bien emplatado, pero sin acertar en su cocción (suponiendo que esto le preocupara). El Andantino fue superior, bien expuesto y con las cuerdas maravillosas, aunque deudoras en la fila de violonchelos, y el Pizzicato resultó irreprochable.

En el Finale sucedió algo nada sorprendente: a Petrenko sólo le separaban ocho minutos del desfile en triunfo, y fue a buscarlo a una velocidad pasmosa y con toda la artillería apuntando al respetable, al que se metió en el bolsillo. El programa y la cita eran de festival, es claro, pero en manos de Petrenko no fue complicado incluir al público en la fiesta. Saltaba y saltaba y concitaba todo el protagonismo sobre el escenario, y como la Cuarta tiene una de esas conclusiones que no dejan indiferente a nadie, potente, abigarrada y de pletórica sonoridad, el público se mostró generoso y encantado, en un clima de tal familiaridad que el maestro Petrenko –el de San Petersburgo, no el de Omsk– se permitió animar a aplaudir más antes de obsequiar con la primera de dos propinas. La situación era de jolgorio, un poco como cuando en el circo los clowns hacen una pregunta a los niños y dicen “más alto, que no se oye”, y este tipo de argucia es lícito, pero también es lícito no apreciarla. Como si fuera un perfecto epítome de la velada y de las intenciones de Vasily Petrenko, la primera propina fue la popular, lírica y trasnochada La mañana, de la Suite Peer Gynt número 1, un café con pastas para todos servido realmente en su punto, por otro lado, y al que siguió la Danza Húngara nº1 de Brahms, precedida de nuevo por los gestos festivos del maestro y por la complacencia y entregada colaboración del normalmente más exigente y austero público donostiarra. Así se construye un broche dorado.