Fidel Lopezortega fotografiado en Rusia en 1937. Fotografía cedida por Clotilde Aguirre.

Fidel Lopezortega fotografiado en Rusia en 1937. Fotografía cedida por Clotilde Aguirre.

Publicado en Deia, el 9 de noviembre de 2013

El viaje

En la madrugada (en realidad noche cerrada) del 14 de junio de 1937, tres días antes de la caída de Bilbao en manos de las tropas fascistas, centenares de niños vascos escucharon el inolvidable sonido de un tren avanzando camino a Santurtzi, puerto en el que iban a embarcar en el Habana: al sonido del tren sucedió el de la bocina de un enorme buque. Demasiados sonidos para aquellos niños y niñas. Entre ambos, y antes y después de ambos, se hace doloroso pensar en los llantos y frases y caricias que debieron intercambiarse, llenos de urgencia y desgarro. Mi aita, Fidel Lopezortega Tellaetxe, era uno de aquellos niños. Pertenecía a un grupo que pocos días después, en el puerto de Pauillac, una pequeña localidad celebérrima por sus vinos situada en la orilla oeste de la desembocadura del Garona, trasbordó al Sontay, un mercante a bordo del cual navegó hasta el puerto de Leningrado, actual San Petersburgo. Al puerto ruso llegaron unos quinientos niños vascos.

Fidel, que había cumplido diez años veintidós días antes de embarcarse, fue operado de urgencia a su llegada a la ciudad del Neva. Fue una cirugía muy seria para la época, que precisaba de una trepanación. Salió con bien, y tras la convalecencia viajó de nuevo en tren, esta vez hasta Kiev, actual capital de Ucrania, donde se reencontró con numerosos niños vascos en la Casa de Niños número 13. Allí, en Kiev, estaban los niños y niñas cuando la ciudad fue copada por las tropas alemanas cuatro años después.

Aquel niño, ya un adolescente, sobrevivió en el Frente Oriental de la SGM no sin pasar por terribles vicisitudes, y al concluir la guerra continuó recibiendo formación y se desenvolvió en la Rusia de Stalin. El gobierno de Franco no mantenía relaciones diplomáticas con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y regresar era sencillamente imposible por distintas razones. Pero Stalin murió en 1953, en 1955 España fue admitida en las Naciones Unidas, y a finales de los años cincuenta una parte de los niños de la guerra emigrados a Rusia regresó a sus países de origen. Fidel Lopezortega estaba entre ellos.

El regreso

Fidel llegó a Bilbao en 1957, tras atravesar el Mediterráneo desde Odessa hasta el puerto de Castellón en uno de los viajes de repatriación acordados entre ambos países. Llevaba en una maleta algunos enseres personales, y en otra una cámara fotográfica Kiev, para negativo de 35 mm., y una ampliadora. Sabía que su padre era fotógrafo y él deseaba reencontrar a su familia y sumarse a ese oficio. Pero el regreso no era fácil. En un marco global, las autoridades franquistas acogieron a los repatriados con una duplicidad repugnante. Por un lado, premiaron a quienes accedieron a participar en la propaganda del régimen, que tenía interés en mostrarse como el país que volvía a abrazar a unos niños y niñas que llegaban desde el infierno comunista, pero por otro lado sospechaban de ellos: temían que fueran prosoviéticos, y que pudieran dedicarse a actividades de espionaje. En el caso de Fidel las sospechas fueron particularmente intensas. Tras sus estudios, él había sido asignado en la URSS al cuerpo de ferrocarriles, y en esa actividad transportaba tanques desde una fábrica siberiana a un emplazamiento en los Urales. Cuando supieron a qué se había dedicado, las autoridades franquistas lo pusieron en conocimiento de los norteamericanos, con quienes a partir de 1953 el franquismo fue tejiendo una relación de devoto alineamiento. La inteligencia norteamericana, que tenía gran interés en saber todo lo posible del armamento soviético, no dudó en trasladarle a Madrid para someterle a interrogatorios. Pero Fidel no sabía nada de tanques, sólo veía sobre los trenes unas enormes y pesadas moles cubiertas de lonas. Hay que recordar que no existían los satélites, y que de hecho el primero fue lanzado el 4 de octubre de 1957, cuando Fidel ya había regresado a Bilbao. Era el Sputnik I. La URSS y los Estados Unidos estaban por tanto ciegos, sin satélites, y ambos deseaban ver a través de los ojos de posibles testigos. Fidel fue uno de ellos, aunque completamente insatisfactorio para los norteamericanos.

Fachada y primer tramo de escalera de Buenos Aires, 21, Bilbao (actual número 15)

Fachada y primer tramo de escalera de Buenos Aires, 21, Bilbao (actual número 15)

En el hogar

Como consecuencia de un suceso bélico, concretamente una bomba que cayó de pleno en un refugio mientras él estaba fuera, Fidel fue el único superviviente de un gran contingente de niños de la guerra y profesores que se dirigía hacia el Este desde Kiev, huyendo de los panzers y los aviones alemanes. En el caos de la guerra, nadie supo que Fidel había sido rescatado de entre los cascotes con vida, y se comunicó a las autoridades internacionales que todo el contingente había perecido. De este modo, su familia recibió en Bilbao la noticia de su fallecimiento, y se le dio por muerto. Sin comunicaciones, sin correspondencia ni posibilidad de contacto, el hombre maduro y educado en otros valores y en otra cultura que llamó a la puerta de su hogar infantil veinte años después de abandonarlo, fue una auténtica aparición, e inevitablemente vino a trastocar el paisaje ya acomodado a su pérdida que había construido su familia. Comenzó a trabajar en la fotografía homónima, Fidel, que regentaba su padre y que ocupaba la primera planta del número 21 de la calle Buenos Aires de Bilbao, actual número 15. Allí, en un piso enorme, mitad vivienda, mitad negocio, en una tarde cualquiera de finales de los sesenta, o quizá muy a inicios de los años setenta, tuve yo un primer conocimiento de la vida de mi aita en Rusia. Mis abuelos paternos ya habían fallecido. Hablar de aquella tarde es, tras este extenso prólogo, el objeto de este texto.

Libros escondidos y voces extrañas

Había en aquella casa distintas zonas con libros, pero entre todas destacaba un mueble de madera en la sala de estar, sesentón, de aquellos que ocultaban un pequeño mueble bar esférico tras una puerta y tenían un par de estanterías sobre unas patas redondeadas que se iban estrechando al llegar al suelo. En alguno de mis juegos descubrí que, escondidos tras los libros visibles, había otros ocultos, cuyas letras no entendía. Eran caracteres cirílicos, y me resultaban tan incomprensibles que pronto los olvidé, porque ni siquiera llegaron a atraer mi curiosidad. Pasó el tiempo. El hogar de mi infancia era alargado, dominado por un pasillo muy largo y ancho, y mi hermano Aitor y yo teníamos prohibido acceder a la zona de la fotografía en los horarios en que se atendía a la clientela, un mandato que no siempre cumplíamos, pero que en general respetábamos. Ambas zonas de la casa estaban divididas por una gran puerta batiente de dos hojas, y aquella zona donde aita y ama trabajaban nos imponía mucho respeto. La zona de trabajo constaba de un recibidor, un taller con el secadero de papel fotográfico y el retocador, un laboratorio con tiradora, ampliadoras y cubetas con químicos (revelador y fijador) y agua, un cuarto oscuro para la carga de placas y negativos y la galería, con sus grandes focos y una enorme cámara de madera y fuelle, para placas de hasta 24×30 cm. Era una zona realmente excitante para un niño, y explorarla tenía cierto componente de aventura. Allí, en el taller, descubrí por vez primera a mi aita hablando en una lengua ininteligible: el ruso. Le acompañaban Elo y Ramón, dos niños de la guerra que también habían decidido regresar de la URSS. No les entendía, pero me quedé escuchándoles. La situación ejercía cierta fascinación: era como descubrir que tenía dos aitas. De hecho los tenía: uno el padre de familia trabajador, otro el que escondía de la curiosidad ajena su otra lengua y sus otros libros. Resultó que aquel grupo se reunía para hablar en ruso con alguna frecuencia, y consideraban sensato ocultarlo a los niños. Franquismo. Y durante el franquismo no sólo era posible tener dos aitas, también había dos Bilbao. Al menos dos.

Bilbao antes de brillar

El Bilbao oficial era franquista y afecto al régimen. Celebraba sus fiestas y desfiles muy cerca de mi casa, desde donde tras las cortinas de uno de los balcones recuerdo haber visto desfilar tanques y tropas por la Gran Vía y la plaza Circular. Era el “desfile de la Victoria”, y desde Bailén se tiraban fuegos artificiales. Bajo el balcón había una mercería, que regentaba una mujer llamada Jesusa, que vivía sola en un pequeño hogar entre su lonja y mi casa, al que se accedía desde la puerta que se ve en la fotografía de la escalera, bajo el cartel indicador. En aquella ciudad triste y dura Jesusa murió sola en su casa, y la policía precintó la puerta. Tenía un perrito que estuvo en mi casa unos días, hasta que se lo llevaron algunos familiares de la difunta. Piso y lonja permanecieron cerrados mucho tiempo, porque aunque capital dinámica y de hecho destacada, Bilbao era una ciudad inmersa en la tristeza y la bruma del franquismo, y una lonja céntrica podía dormir inactiva durante meses y meses.

El otro Bilbao soltó un burro en la Gran Vía en pleno desfile de la Victoria, y comenzó a pintar y liberar las calles con sus lemas. Fijémonos en la fotografía de la fachada de la casa. A la izquierda se percibe parte del escaparate de una conocida librería desaparecida, Miñambres. A la izquierda del portal está el local abandonado de la mercería citada, y a la derecha unas oficinas del Banco de Santander. En los muros del Santander, una pintada: “Ikurriña bai”. Esta pintada permite situar la fotografía en los años setenta y avanzados, de hecho diría que en el periodo de la transición. Luego la mercería estuvo cerrada durante bastantes años. Franquismo. Recuerdo el franquismo como una etapa de mi vida en que las fachadas estaban sucias, y los cristales rotos, y el idioma ruso señalaba. Pero incluso en esto había otro Bilbao. Una mañana de un domingo, la radio hizo un llamamiento. Había ingresado en el hospital de Basurto un enfermo que hablaba una lengua eslava, y era urgente traducir su conversación con los médicos. Mi aita cogió un taxi y se acercó al hospital en cuestión de minutos. Cuando llegó, el enfermo ya tenía traductor (resultó que hablaba polaco) y otros voluntarios regresaban a sus casas. Muy pocos, claro, pero para mi fue una sorpresa.

Y así, lentamente, fui creciendo mientras la ciudad se limpiaba y liberaba.

©Joseba Lopezortega Aguirre, Bilbao, 2013 – http://wp.me/Pn6PL-3p