Unos niños hacían la vida imposible a otro, insultándole y amenazándole. No sólo en la umbría burbuja de impunidad de un instituto, sino en la calle, es decir: con insolencia y bravuconería, sin límites, a la luz del sol; sin dejar al otro, al agredido, un solo espacio de libertad y sosiego. Los insultos estaban, cómo no, dirigidos a herir al diferente, en este caso un cervatillo de doce años que a sus compis lobos les ha parecido un marica, y a quien por tanto han despreciado y maltratado en un proceso –seguro- cruel y persistente.

¿Hacia dónde iban las miradas de los demás, mientras esto sucedía? Y, en particular, ¿hacia dónde miraban los padres de los agresores? ¿Y los del agredido?

En la prensa, el protagonismo de la noticia recae sobre el ámbito del instituto: como si fuera el lugar en el que esas cosas germinan y crecen, y no sólo el teatro en el que se encuentran y manifiestan. Yo creo -y digo creo, cualquier otra opinión podría ilustrarme-, que los espacios de la intolerancia se dan principalmente en los hogares y se inoculan a través de pequeños indicios de la intolerancia, que penetra y ahoga colándose por cualquier resquicio, como el agua empantanada. Creo que en los chavales hay una tensión muscular acumulada en las mandíbulas a lo largo de años en los que se les ha dejado hacer para que no den guerra, viéndose empujados a enrolarse en alguno de los espectrales bandos de un juego de su play; creo que han mamado intolerancia, dada en dosis homeopáticas: hoy una sonrisa homófoba, mañana un comentario racista, y durante el partido en la tele algunos adjetivos poco edificantes hacia el otro, el de la camiseta enemiga. Y creo que, cuando insultan y acosan a un diferente, los chavales liberan la tensión de sus mandíbulas mordiendo.  Pobrecillos.

Leo también que los padres del acosado, de la víctima del bullying -hay que agradecer al mundo anglosajón su capacidad para establecer conceptos y divulgarlos- se han decidido a denunciar la situación cuando su hijo ha sido acosado en las calles. Creo que es tarde, pero creo también que son valientes al hacerlo.

Hace unas semanas un muchacho se suicidó en Italia. No se si fue víctima del acoso homófobo, pero pudiera ser, o al menos yo pensé en eso. Me pregunto cuándo ese ángel tendrá su día en el Santoral católico como mártir de la intolerancia, junto a tantos niños y niñas que han sido santos por morir en defensa de su pureza y castidad.

Pobre cervatillo gay, asustado y sufriente, diana de esos jóvenes y alienados cazadores, tan seguros en su grupo dominador y cruel, tan tristes y solos mientras en su interior se posaban durante años de indiferencia, como copos de nieve silenciosos, los laberintos negros de la intolerancia. Pobre cervatillo gay, tan peligroso: pues nada asusta tanto a los dominantes como aquello que les recuerda, por su mera existencia, que ser distinto es posible y que hay colores más vivos y sugerentes que el gris traslúcido al que se han visto abocados y al que les gustaría someter a todos los demás colores. Eso es acoso: querer borrar colores. Y supongo que por eso la bandera gay es un arcoíris. Como padre y sujeto social responsable, también es mi bandera.

 

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