Abbado en el final del Adagio de la Novena de Mahler, Lucerna, 2010. Foto: de la grabación del concierto.

Abbado en el final del Adagio de la Novena de Mahler, Lucerna, 2010.
Foto: de la grabación del concierto.

 

Acabo de modificar el aviso legal de este blog, para añadir 2015 en el copyright. Es como estrenar un nuevo cuaderno, y es una excusa tan buena como cualquier otra para felicitaros el nuevo año a los y las visitantes.

Queda atrás un 2014 lleno de contradicciones y sobresaltos. Era Maurois quien decía que el único remedio para los males del siglo es el trabajo, lo curioso es que lo decía hace más de medio siglo, así que su pensamiento ya abarca al menos dos; por eso era un pensador eficaz. Maurois está vigente porque los aspectos esenciales de la vida, que son o sus cosas mas sencillas o sus retos más complicados, no varían tanto como pueda parecer. Si pensamos en tecnología, es frecuente que nos preguntemos: ¿cómo vivíamos antes sin teléfono móvil o sin internet? La respuesta es: nos las arreglábamos bien, con otro ritmo y otros métodos, pero bien. Preguntarse cómo vivíamos antes es certificar que, de hecho, nos comunicábamos y documentábamos perfectamente, lo que nos cuesta es recordar cómo.

Por el camino hemos perdido los olores. Documentarse en la biblioteca de Diputación, en los viejos armarios de madera llenos de millares de fichas, era oler a papel, a cera y madera, a tinta de cinta de máquina de escribir. Ahora hemos perdido los olores como vía de conocimiento, sí, y en parte también el tacto. También vivimos no más rápido, pero sí más urgidos. Hemos perdido confianza y sosiego, somos más ansiosos, nos alarmamos antes. De todos los relatos de terror del último cuarto de siglo, el que creo más espeluznante es el sonido de los móviles que nadie contesta cuando se ha producido una catástrofe. Antes, en cambio, esperábamos en la ignorancia a que el sobresalto golpeara en nuestras puertas. Las noticias nos llegaban, no corríamos hacia ellas.

En 2014 ha muerto Claudio Abbado. Su gran capacidad como maestro era precisamente transmitirnos cuánto la música encierra de sosiego, de construcción determinada por el tiempo, pero por completo ajena a él. Abbado suspendía en el aire los silencios. Hay una grabación de la Novena de Mahler en la que esa grandeza es especialmente patente, en Lucerna en 2010, al término del Adagio. Dar volumen al silencio para luego silenciarlo, jugar con él, ese es el poder de un gran Maestro, y es un poder elevado y sublime. La muerte al llevárselo sólo cumple con su noble oficio: qué sería de nosotros sin ella, por mucho que nos joda.

En 2014, en distintos frentes, han batallado y vencido los orcos, con sus arteras emboscadas y sus repugnantes armas, reinando entre ellas la traición. Traición es una palabra que difícilmente admite adjetivos, pues los devora todos, y es también una práctica que lleva años galopando libre y rampante por los campos de la crisis y la necesidad. Frente al mundo del silencio de Abbado, las tarjetas negras, los desahucios o la impunidad ratera de algunos poderosos son chirridos: como cuando de niños nuestra uña raspaba la pizarra al romperse la tiza y el simple sonido nos hería hasta la médula.

Pero en 2014, como siempre sucede, también hemos tenido el sostén inesperado de unos brazos que no esperábamos sentir al lado y están de nuestro lado y empuñan sus espadas, y lo hacen con nobleza en la mirada, y nos hemos empeñado en navegar y navegar, y en esas seguimos, y muchos valores adormecidos -y que volverán a aletargarse- se han hecho más fuertes y poderosos. De fondo en esa eterna lucha no podían faltar los vendedores de pociones voceando, ¡cuánto ruido, y qué deslumbrante, bulliciosa y duradera feria medieval! ¿Podemos recordar aquí que la creación de internet y la telefonía móvil o la navegación gps son sólo relativamente importantes en términos civilizatorios, si consideramos descubrimientos como el arado romano o el molino de agua?

Nosotros, ni para bien ni para mal, no constituimos la humanidad, sino sólo un fragmento, un instante de ella. Seamos positivos, esto también nos exonera de culpas. Y trabajemos para sobrevivir si creemos que, después de todo, merecemos la pena. Yo creo que sí, todos y cada uno de nosotros: sobre todo por nuestra capacidad para comprender la elocuencia de un silencio.